María, ilumina nuestro caminar


En estos días, desde todos los puntos geográficos del país y más allá de nuestras fronteras, miles de peregrinos se encaminan hacia el Santuario de Nuestra Señora de los Ángeles, participando de una tradición religiosa que se nutre, cada vez más, en afluencia y fervor.

Este peregrinaje nos conmueve al constatar cómo los fieles, movidos por las súplicas o en sincero acto de agradecimiento, vencen toda clase de dificultades, a veces llegando al heroísmo, con el fin de manifestar su amor a María, en la venerada imagen de La Negrita, sin perder de vista que por María van a Jesús.

Para los católicos esta peregrinación o “romería” no es solo la ida anual al Santuario o un acto multitudinario, objeto de análisis sociológico y cuantificable desde las frías encuestas. Es, ante todo, un acto religioso, expresión abierta de un pueblo creyente que en la fe cristiana reconoce, sin reservas o disimulo, su propia identidad. 

Tenemos hambre de Dios y la romería nos abre a la acción del Espíritu en medio del pueblo que camina. De hecho, nuestra fe hunde sus raíces en la peregrinación. Abraham, padre de los creyentes, responde a la exigencia de dejar su tierra y su familia para irse a caminar en el desierto, y encontrarse con Dios, recibiendo la promesa de una descendencia “como las arenas del mar” (Gn 22,17). El pueblo de Israel, por intervención de Dios, es liberado de la esclavitud de Egipto y sale al desierto a peregrinar, con destino a la tierra prometida.

Somos peregrinos llamados a desinstalarnos y a renunciar a las seguridades humanas. Al caminar a la Jerusalén celestial, descubrimos la fidelidad de Dios que da sentido a la vida.

Como en la Parábola del Hijo Pródigo (Lucas 11,32), con el anhelo de profundizar en el amor de Dios, dejando atrás toda situación esclavizante de pecado, nos decimos: “Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. La Romería es pues, esa manifestación del corazón suplicante y agradecido que desde sus motivaciones más íntimas, ve en la “llena de Gracia” a la Madre, a la aliada perfecta que nos ayuda a encontrarnos con Cristo: “He ahí a tu madre… he ahí a tu hijo…” (Jn 19,25ss). 

Acudamos con fervor y espíritu religioso a esta cita. María es nuestro referente de fe y el modelo a seguir. Como enseñaba San Juan Pablo II: “María se presenta a nuestros ojos bajo una nueva luz: como una Madre llena de amor, tierna y sensible, y como una Educadora que nos precede en el camino de la fe, indicándonos cuál es el camino de la vida”.

Mantengamos firme esta tradición como manifestación de nuestro afecto filial a la Madre de Dios, implorando su intercesión por el fortalecimiento de la familia, la consolidación de la justicia, nuestra valentía en la defensa de la vida, y atendamos a su indicación: “hagan lo que él les diga… (Juan 2, 1-11). 

Unámonos también en ferviente plegaria, implorando a la Reina de Los Ángeles que interceda para que llegue el don de la paz a los países de Medio Oriente que están en conflicto, son muchas las vidas que se han perdido.

Fuente:
Oficina de Comunicación - Curia Metropolitana