Discurso del Papa Francisco en el encuentro de oración ecuménica con migrantes en Chipre

Captura de pantalla video Papa Francisco Misa en Chipre

3 de diciembre de 2021 - 10:54 AM
Redacción ACI Prensa

El Papa Francisco tuvo este viernes 3 de diciembre un encuentro de oración con los migrantes en la Iglesia parroquial de la Santa Cruz, en Nicosia (Chipre), en el que llamó a no caer en la "enfermedad" de acostumbrarse a males como la esclavitud y la trata de personas, que tienen como principales víctimas a los migrantes.

A continuación el discurso completo del Papa Francisco:

Queridos hermanos y hermanas: Es una gran alegría estar aquí con ustedes y concluir mi visita a Chipre con este encuentro de oración. Agradezco a los Patriarcas Pizzaballa y Béchara Raï, así como también a la señora Elisabeth de Cáritas. Saludo con afecto y gratitud a los Representantes de las diversas confesiones cristianas presentes en Chipre.

A ustedes, jóvenes migrantes que han dado sus testimonios, deseo decirles un enorme “gracias” de corazón. Había recibido los testimonios con anticipación, hace aproximadamente un mes, y me habían emocionado mucho, y también hoy me han conmovido. Pero no es sólo emoción, es mucho más, es la conmoción que viene de la belleza de la verdad, como la de Jesús cuando exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado todo esto a los pequeños y lo has ocultado a los sabios y a los astutos» (Mt 11,25). También yo alabo al Padre celestial porque esto sucede hoy, aquí —como también en todo el mundo—, Dios revela su Reino a los pequeños: Reino de amor, de justicia y de paz.

Después de escucharlos a ustedes comprendemos mejor toda la fuerza profética de la Palabra de Dios que, por medio del apóstol Pablo, dice: «Ustedes ya no son extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familia de Dios» (Ef 2,19). Fueron palabras escritas a los cristianos de Éfeso —no lejos de aquí—; muy distantes en el tiempo, pero tan cercanas, que son más actuales que nunca, como si hubieran sido escritas hoy para nosotros: “Ustedes no son forasteros, sino conciudadanos”.

Esta es la profecía de la Iglesia, una comunidad que encarna —con todos los límites humanos— el sueño de Dios. Porque también Dios sueña, como tú, Mariamie, que vienes de la República Democrática del Congo y te has definido “llena de sueños”. Como tú, Dios sueña un mundo de paz, en el que sus hijos viven como hermanos y hermanas.

Su presencia, hermanos y hermanas migrantes, es muy significativa en esta celebración. Sus testimonios son como un “espejo” para nosotros, comunidades cristianas. Cuando tú, Thamara, que vienes de Sri Lanka, dices: “A menudo me preguntan quién soy”, nos recuerdas que también a nosotros se nos hace a veces esta pregunta: “¿Quién eres tú?”. Y, lamentablemente, con frecuencia lo que se quiere decir es: “¿De qué parte estás? ¿A qué grupo perteneces?”. Pero como tú nos has dicho, no somos números ni individuos que haya que catalogar: somos “hermanos”, “amigos”, “creyentes” y “prójimos” los unos de los otros.

Pero cuando el interés de grupo, políticos, de las naciones, nos empujan a muchos de nosotros, muchos se quedan de una parte, sin quererlo; esclavos, porque el interés siempre esclaviza, siempre crea esclavos; en cambio el amor, que es grande, es contrario al odio. El amor nos hace libres.

Cuando tú, Maccolins, que vienes de Camerún, dices que a lo largo de tu vida has sido “herido por el odio”, tú estás hablando de esto, de estas heridas, de los intereses; y nos recuerdas que el odio también ha contaminado nuestras relaciones entre cristianos. Y esto, como tú has dicho, deja una marca, una marca profunda que dura mucho tiempo: es un veneno; nos lo has hecho sentir tú con tu pasión, con esta pasión, que el odio es un veneno del que resulta difícil desintoxicarse, es una mentalidad distorsionada que, en vez de hacer que nos reconozcamos hermanos, lleva a que nos veamos como adversarios, como rivales, como objetos que se pueden vender, o como objetos que se pueden explotar.

Cuando tú, Rozh, que vienes de Irak, dices que eres “una persona en camino”, nos recuerdas que también nosotros somos una comunidad en camino, que estamos en marcha del conflicto a la comunión.

En este camino, que es largo y está formado por subidas y bajadas, no nos deben asustar las diferencias entre nosotros, sino más bien, nuestras cerrazones y nuestros prejuicios, que impiden que nos encontremos realmente y que caminemos juntos. Las cerrazones y los prejuicios vuelven a construir entre nosotros ese muro de separación que Cristo ha derribado, es decir, la enemistad (cf. Ef 2,14).

Y entonces nuestro viaje hacia la unidad plena podrá avanzar en la medida en que tengamos todos juntos la mirada fija en Él, en Jesús, que es «nuestra paz» (ibíd.), que es la «piedra principal» (v. 20). Y Él, el Señor Jesús, viene a nuestro encuentro en el rostro del hermano marginado y descartado, en el rostro del migrante despreciado, rechazado y oprimido. Pero también —como has dicho tú—, en el rostro del migrante que está en camino hacia algo, hacia una esperanza, hacia una convivencia más humana.

Y así Dios nos habla a través de sus sueños. El peligro es que a veces, muchas veces, no dejamos entrar los sueños en nosotros, preferimos dormir y no soñar. Es tan fácil mirar hacia otro lado. En este mundo nos hemos acostumbrado a la cultura de la indiferencia, a esa cultura de ver hacia otro lugar y a quedarnos dormidos. Por este camino jamás se puede soñar. Es duro. Dios no habla a través de las personas que no pueden soñar nada porque tienen todo, o porque sus corazones se han endurecido.

Dios nos llama también a nosotros a no resignarnos a vivir en un mundo dividido, en comunidades cristianas divididas, sino a caminar en la historia atraídos por el sueño de Dios, que es una humanidad sin muros de separación, liberada de la enemistad, sin más forasteros sino sólo conciudadanos. Como nos decía Pablo, que hemos citado en el texto. Diferentes, es verdad, y orgullosos de nuestras peculiaridades, que son un don de Dios, pero conciudadanos reconciliados.

Que esta isla, marcada por una dolorosa división, pueda convertirse con la gracia de Dios en taller de fraternidad. Y agradezco a todos los que trabajan aquí por esto, pensar que esta isla es generosa, pero no puede hacer todo, porque el número de gente que llega es superior a sus posibilidades de integrar, promover. Su cercanía geográfica facilita esto, pero no es fácil; tenemos que entender los límites a los cuales los gobernantes de esta isla tienen que tener en cuenta; pero siempre hay en esta isla, lo he visto, en los diferentes lugares que he visitado, convertir con la gracia de Dios en trabajadores de fraternidad. 

Y podrán serlo con dos condiciones: la primera es el reconocimiento efectivo de la dignidad de cada persona humana (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 8). La dignidad no se vende, no se alquila, no se pierde. Con la frente en alto: yo soy digno hijo de Dios. Este es el fundamento ético, un fundamento universal que está también en el centro de la doctrina social cristiana. La segunda condición es la apertura confiada a Dios, Padre de todos, y este es el “fermento” que estamos llamados a ser como creyentes (cf. ibíd., 272).

Con estas condiciones es posible que el sueño se traduzca en un viaje cotidiano, hecho de pasos concretos que van del conflicto a la comunión, del odio al amor, de la fuga al encuentro. Un camino paciente que, día tras día, nos hace entrar en la tierra que Dios ha preparado para nosotros, la tierra donde, si te preguntan: “¿Quién eres?”, puedes responder a cara descubierta: “Soy tu hermano, ¿no me reconoces?”; y así caminar lentamente.

Escuchándolos a ustedes y mirándolos, mi memoria va más allá, va a los sufrimientos. Ustedes han llegado aquí, pero cuántos de sus hermanos y hermanas se han quedado en el camino. Cuántos desesperados han iniciado el camino en condiciones muy difíciles y precarias, y no han podido llegar. Podemos hablar de este mar que se ha convertido en un gran cementerio. Mirándolos a ustedes veo los sufrimientos del camino, muchos que han sido secuestrados, vendidos, explotados, y que todavía están en el camino y no sabemos dónde están.

Es la historia de una esclavitud universal, lo vemos y no sabemos qué pasa, y lo peor es que nos estamos acostumbrando: y vemos “así, oye, se hundió un barco con tantas personas desaparecidas”. Este acostumbrarse es una enfermedad grave que no tiene un antibiótico para curarla. Tenemos que ir contra este vicio del acostumbrarse a las tragedias de cada día.

Mirándolos a ustedes pienso en muchas personas que han tenido que regresar porque fueron rechazadas y que lamentablemente han terminado en los lager, o que las mujeres fueron vendidas, torturadas, esclavizadas.

Nosotros nos quejamos cuando leemos las historias de los lager, de los campos de concentración, de los fascistas, de Stalin, y nos quejamos de estas historias y decimos “¿cómo ha sucedido?”. Hermanos y hermanos, los estamos viendo en las costas cercanas, muchos campos de esclavitud. He visto algunos testimonios grabados de esto, lugares de tortura, de comercio de personas. Esto lo digo porque es responsabilidad mía ayudarlos a abrir los ojos.

La migración forzada no es una costumbre turística. El pecado que tenemos dentro nos lleva a pensarlo así, “pobre gente”, y con esto cancelamos todo. Esta es la guerra de este momento, es el sufrimiento de tantos hermanos y hermanas que nosotros no podemos callar. Todos los que han dado todo lo que tenían para ir en esos barcos, y que luego no sabemos si podrán llegar o no; y luego tantas personas que han sido rechazadas para terminar en estos campos, en estos lager, en estos lugares de confinamiento, de tortura, de comercio de personas.

Esta es la historia de esta civilización desarrollada, que nosotros llamamos occidental; pero ustedes discúlpenme, porque quisiera decirles lo que tengo en el corazón para poder rezar y hacer algo los unos por los otros. Los alambres de púas, los veo desde aquí. Esta es la guerra del odio que divide un país. Pero esos alambres de púas en otros lugares se hacen para no dejar entrar a los refugiados, aquellos que vienen a buscar libertad, pero también ayuda, fraternidad. Aquel que está escapando del odio y se encuentra delante de sí otro odio que se llama “alambre de púas”.

Que el Señor despierte la conciencia de todas estas personas ante todas estas cosas. Discúlpenme que haya dicho estas cosas, no podemos callar estas cosas por esta cultura de la indiferencia. Que el Señor los bendiga a todos ustedes. Gracias.

Crédito: Vatican Media / ACI Prensa

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