Captura de pantalla video Papa Francisco 02-02-2023.
2 de febrero de 2023
ACI PrensaPresentamos en esta nota el discurso completo del Papa Francisco a los sacerdotes, seminaristas, diáconos, religiosas y consagrados, en el encuentro de oración realizado hoy en la Catedral Nuestra Señora del Congo en Kinshasa.
Queridos hermanos sacerdotes, diáconos y seminaristas, queridas consagradas, queridos consagrados: buenas tardes y feliz fiesta. Me alegra encontrarme con ustedes precisamente hoy, en la fiesta de la Presentación del Señor, día en el cual rezamos de modo especial por la vida consagrada.
Todos, como Simeón, esperamos la luz del Señor para que ilumine las oscuridades de nuestra vida y, más aún, todos desearíamos vivir la misma experiencia que él hizo en el Templo de Jerusalén: tomar en brazos a Jesús. Tomarlo en brazos, para poder tenerlo ante los ojos y cerca del corazón.
De ese modo, poniendo a Jesús en el centro nos cambia la perspectiva sobre la vida y, aun en medio de trabajos y fatigas, nos sentimos envueltos por su luz, consolados por su Espíritu, animados por su Palabra, sostenidos por su amor.
Digo esto pensando en las palabras de bienvenida pronunciadas por el cardenal Ambongo, las cuales agradezco. Ha hablado de los «enormes desafíos» que se deben afrontar para vivir el compromiso sacerdotal y religioso en esta tierra marcada por «condiciones difíciles y frecuentemente peligrosas», y por tanto sufrimiento.
Y, sin embargo, como señalaba, también hay mucha alegría en el servicio del Evangelio y son numerosas las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Ahí está la abundancia de la gracia de Dios, que actúa precisamente en la debilidad (cf. 2 Co 12,9) y que los hace capaces, junto a los fieles laicos, de generar esperanza en las circunstancias muchas veces dolorosas, de vuestro pueblo.
Es la fidelidad de Dios la que nos da certeza de que nos acompaña incluso en las dificultades. Él, por medio del profeta Isaías, dice: «Pondré un camino en el desierto y ríos en la estepa» (43,19).
He pensado proponerles algunas reflexiones que nacen, precisamente, de estas palabras de Isaías. Dios abre sus caminos en nuestros desiertos y nosotros, ministros ordenados y personas consagradas, estamos llamados a ser signo de esta promesa y a realizarla en la historia del Pueblo santo de Dios.
Pero, concretamente, ¿a qué se nos llama? A servir al pueblo como testigos del amor de Dios. Isaías nos ayuda a comprender de qué manera. Por boca del profeta, el Señor llega a su pueblo en un momento dramático, mientras los israelitas habían sido deportados a Babilonia y reducidos a la esclavitud. Movido por la compasión, Dios quiere consolarlos.
Esta parte del libro de Isaías, efectivamente, es conocida como el “Libro de la consolación”, porque el Señor dirige a su pueblo palabras de esperanza y promesas de salvación. Y lo primero que hace es recordar el vínculo de amor que lo une a su pueblo: «No temas, porque yo te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú me perteneces. Si cruzas por las aguas, yo estaré contigo, y los ríos no te anegarán; si caminas por el fuego, no te quemarás, y las llamas no te abrasarán» (43,1-2).
De ese modo, el Señor se revela como Dios de la compasión y nos asegura que nunca nos dejará solos, siempre estará a nuestro lado, siendo refugio y fortaleza en las dificultades. Dios es compasivo. Los tres nombres de Dios son misericordia, compasión y ternura. Es un Dios compasivo, misericordioso y tierno.
Queridos sacerdotes y diáconos, consagradas y consagrados, seminaristas: a través de ustedes el Señor también hoy quiere ungir a su pueblo con el aceite de la consolación y de la esperanza.
Y ustedes están llamados a ser eco de esta promesa de Dios; a recordar que Él nos ha formado y a Él le pertenecemos, a animar la senda de la comunidad; y a acompañarla en la fe al encuentro de Aquel que ya camina junto a nosotros.
Dios no permite que las aguas nos sumerjan, ni que el fuego nos abrase. Sintámonos portadores de este anuncio en medio de los sufrimientos de la gente. Esto es lo que significa ser servidores del pueblo: sacerdotes, religiosas, misioneros que han experimentado la alegría del encuentro liberador con Jesús y la ofrecen a los demás.
Recordemos que, si vivimos para “servirnos” del pueblo en vez de “servir” al pueblo, el sacerdocio y la vida consagrada se vuelven estériles. No se trata de un trabajo para ganar dinero o tener una posición social, ni tampoco para resolver la situación de la familia de origen, sino que se trata de ser signos de la presencia de Cristo, de su amor incondicional; del perdón con el que quiere reconciliarnos; de la compasión con la que quiere hacerse cargo de los pobres.
Nosotros fuimos llamados para ofrecer la vida por los hermanos y las hermanas, llevándoles a Jesús, el único que cura las heridas del corazón.
Para vivir de ese modo nuestra vocación siempre tendremos desafíos que afrontar, tentaciones que vencer. Quisiera brevemente detenerme sobre estos tres: la mediocridad espiritual, la comodidad mundana, la superficialidad.
Ante todo, vencer la mediocridad espiritual. ¿Cómo? La Presentación del Señor, que en el Oriente cristiano se llama la “fiesta del encuentro”, nos recuerda cuál es la prioridad de nuestra vida: el encuentro con el Señor, especialmente en la oración personal, porque la relación con Él es el fundamento de nuestra acción.
No olvidemos que el secreto de todo está en la oración, porque el ministerio y el apostolado no son, en primer término, obra nuestra y no dependen sólo de los medios humanos. Y ustedes me dirán: sí, es verdad, pero los compromisos, las urgencias pastorales, los esfuerzos apostólicos, el cansancio amenazan con no dejarnos ni tiempo ni energías suficientes para la oración.
Por eso quisiera compartir algunos consejos: en primer lugar, seamos fieles a ciertos ritmos litúrgicos de oración que acompasan la jornada, desde la Misa al breviario. La celebración eucarística cotidiana es el corazón palpitante de la vida sacerdotal y religiosa.
La Liturgia de las Horas nos permite rezar con la Iglesia y de forma regular; no la descuidemos nunca. Y tampoco olvidemos la Confesión; siempre necesitamos ser perdonados para poder ofrecer misericordia.
Otro consejo: como sabemos, no podemos limitarnos a la mera recitación protocolaria de las oraciones, sino que es necesario reservar cada día un tiempo intenso de oración, para estar con nuestro Señor, corazón con corazón.
Un momento prolongado de adoración, de meditación de la Palabra, el Santo Rosario; un encuentro íntimo con Aquel que amamos sobre todas las cosas. Además, cuando estamos en plena actividad, recurramos también a la oración del corazón, a breves “jaculatorias”, que son un tesoro, palabras de alabanza, de agradecimiento y de invocación que podemos repetir al Señor en cualquier lugar donde nos encontremos.
La oración nos hace salir del yo, nos abre a Dios, nos vuelve a poner en pie porque nos pone en sus manos; crea en nosotros el espacio para experimentar la cercanía de Dios, para que su Palabra nos sea familiar y, a través de nosotros, lo sea a todos los que encontramos.
Sin la oración no se va lejos. Finalmente, para superar la mediocridad espiritual, no nos cansemos nunca de invocar a la Virgen María, nuestra Madre, y de aprender de ella a contemplar y seguir a Jesús.
El segundo desafío es vencer la tentación de la comodidad mundana, de una vida cómoda, en la que se tienen las cosas más o menos resueltas y se sigue adelante por inercia, buscando nuestro confort y dejándonos llevar sin entusiasmo.
Pero de este modo se pierde el corazón de la misión, que es salir de los territorios del yo para ir hacia los hermanos y las hermanas ejercitando, en nombre de Dios, el arte de la cercanía. Hay un gran riesgo ligado a la mundanidad, especialmente en un contexto de pobreza y sufrimiento: el de aprovecharse del papel que tenemos para satisfacer nuestras necesidades y nuestras comodidades.
Es muy triste realmente cuando nos replegamos en nosotros mismos, convirtiéndonos en fríos burócratas del espíritu. Entonces, en vez de servir al Evangelio, nos preocupamos de gestionar las finanzas y de llevar adelante algún negocio que nos resulte ventajoso.
Hermanos y hermanas, es escandaloso cuando esto sucede en la vida de un sacerdote o de un religioso, que, por el contrario, deberían ser modelos de sobriedad y de libertad interior. En cambio, qué hermoso es mantenerse rectos en las intenciones y libres de componendas con el dinero, abrazando con alegría la pobreza evangélica y trabajando junto a los pobres.
Y qué hermoso es ser signos luminosos de disponibilidad total al Reino de Dios, viviendo el celibato. No permitamos que esos vicios, los cuales quisiéramos arrancar de los demás y de la sociedad, se encuentren bien arraigados en nosotros. Por favor, estemos alerta a la comodidad mundana.
Por último, el tercer desafío es vencer la tentación de la superficialidad. Dado que el Pueblo de Dios espera ser alcanzado y consolado por la Palabra del Señor, se necesitan sacerdotes, religiosos, religiosas preparados, formados, apasionados por el Evangelio.
Se ha puesto un don en nuestras manos y, de nuestra parte, sería presuntuoso pensar que podemos vivir la misión a la que Dios nos ha llamado sin trabajar cada día en nosotros mismos y sin formarnos de forma adecuada, tanto en la vida espiritual como en la preparación teológica.
La gente no necesita funcionarios de lo sagrado o profesionales distantes del pueblo. Estamos obligados a entrar en el corazón del misterio cristiano, a profundizar la doctrina, a estudiar y meditar la Palabra de Dios; y al mismo tiempo a permanecer abiertos a las inquietudes de nuestro tiempo, a las preguntas cada vez más complejas de nuestra época, para poder comprender la vida y las exigencias de las personas; para entender de qué manera tomarlas de la mano y acompañarlas.
Por eso, la formación del clero no es opcional. Lo digo a los seminaristas, pero vale para todos: la formación es un camino que debe continuar siempre, toda la vida. Se llama formación permanente.
Si queremos servir al pueblo como testigos del amor de Dios, hay que afrontar estos desafíos de los que les he hablado, porque el servicio es eficaz sólo si pasa a través del testimonio. No se olviden de esta palabra: el testimonio. De hecho, después de haber pronunciado las palabras de consolación, el Señor dice por medio de Isaías: «¿Quién de entre ellos había anunciado estas cosas? ¿Quién nos predijo lo que sucedió en el pasado? Ustedes son mis testigos» (43,9.10).
Testigos, porque para ser buenos sacerdotes, diáconos, consagradas y consagrados no son suficientes las palabras y las intenciones; lo que realmente cuenta es la vida misma. Queridos hermanos y hermanas, mirándolos a ustedes doy gracias a Dios, porque son signos de la presencia de Jesús que pasa por los caminos de este país y toca la vida de la gente, las heridas de su carne. Pero todavía se necesitan jóvenes que le digan “sí” al Señor; más sacerdotes y religiosos que dejen trasparentar su belleza con la propia vida.
En sus testimonios me recordaron cuán difícil es vivir la misión en una tierra rica de bellezas naturales y recursos, pero herida por la explotación, la corrupción, la violencia y la injusticia. Hablaron también de la parábola del buen samaritano; es Jesús que pasa por nuestros caminos y, especialmente a través de su Iglesia, se detiene y se hace cargo de las heridas de los oprimidos.
Queridos hermanos y hermanas, el ministerio al que están llamados es precisamente este: ofrecer cercanía y consolación, como una luz siempre encendida en medio de la oscuridad. Aprendamos del Señor que es cercano siempre. Y para ser hermanos y hermanas de todos, séanlo en primer lugar entre ustedes.
Testigos de fraternidad, jamás en guerra; testigos de paz, aprendiendo a superar también las particularidades de cada cultura y origen étnico, para que, como afirmó Benedicto XVI al dirigirse a los sacerdotes africanos: «vuestro testimonio de vida pacífica, por encima de los confines tribales y raciales, puede tocar los corazones» (Exhort. ap. Africae munus, 108).
Un proverbio dice: «El viento no quiebra lo que sabe plegarse». La historia de muchos pueblos de este continente ha sido, por desgracia, plegada y plagada de heridas y de violencia, y por eso, si hay un deseo que nace del corazón, es el de no tener que hacerlo más; el de no tener que someterse más a la prepotencia del más fuerte; el de no tener que abajar más la cabeza bajo el yugo de la injusticia.
Pero podemos acoger las palabras del proverbio principalmente en sentido positivo: existe un plegarse que no es sinónimo de debilidad sino de fortaleza; que significa ser flexibles, superando los rigorismos; significa cultivar una humanidad dócil, que no se cierre en el odio y en el rencor; significa estar disponibles a dejarnos cambiar, sin obstinarnos en nuestras propias ideas y posiciones.
Si nos inclinamos ante Dios, con humildad, Él nos hará como Él, obreros de la misericordia. Cuando permanecemos dóciles en las manos de Dios, Él nos modela y hace de nosotros personas reconciliadas, que saben abrirse y dialogar, acoger y perdonar, poner ríos de paz en las áridas estepas de la violencia.
Y, así, cuando soplan, impetuosos, los vientos de los conflictos y de las divisiones, estas personas no pueden ser quebrantadas, porque están llenas del amor de Dios. Sean ustedes también así, dóciles al Dios de la misericordia, sin jamás dejarse quebrantar por los vientos de las divisiones.
Gracias de corazón, hermanos y hermanas, por lo que son y lo que hacen; por el testimonio que dan a la Iglesia y al mundo. No se desanimen, los necesitamos. Ustedes son valiosos, importantes, se lo digo en nombre de toda la Iglesia.
Deseo que sean siempre canales del consuelo del Señor y testigos gozosos del Evangelio; profecía de paz en las espirales de la violencia; discípulos del Amor dispuestos a curar las heridas de los pobres y de los que sufren.
Gracias una vez más por su servicio y por su celo pastoral. Los bendigo y los llevo en el corazón. Y ustedes, por favor, recen siempre por mí.
Discurso del Papa Francisco a sacerdotes y religiosas en la Catedral Nuestra Señora del Congo. Crédito: ACI Prensa.
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