Los grandes santos han comprendido este misterio y lo han aplicado a sus vidas, tornando su alma agradable al Señor que es misericordia.
Y es que ser humilde no es bajar la cabeza ante las adversidades y que nos mancillen o humillen, sino que es reconocer nuestras debilidades, nuestras flaquezas, nuestra falta de dominio de la voluntad, razones por las que ofendemos a Dios con el pecado.
Si dejamos de confiar en nuestras vanas fuerzas, y ponemos nuestras dificultades, sufrimientos y tentaciones en las manos de Dios, contando en nuestro corazón con la certeza de que Él no nos abandonará, podremos tener paz en nuestras vidas y la seguridad de que el Señor nos va a ayudar a superar las adversidades y las caídas.
Sin olvidar la intersección de la Santísima Virgen María, que nos permite acercarnos más a la misericordia de Dios, pidámole que abogue por nosotros, por el perdón de los pecados y para que sintamos una culpa y un dolor sincero por las ofensas que realizamos contra Dios y contra nuestros semejantes.